martes, 26 de abril de 2011

El secreto

Mi nieto ha venido a darme su último adiós. Su madre le ha dicho, “dale al abu un besito muy grande Nico, corre dáselo”. El pobre diablillo no sabe que no volverá a ver a su abuelo, pero no le envidio. No quiero su juventud, no quiero una vida por delante, he tenido suficiente. Hay gente en la habitación que no sé quién diablos son. Obviamente, entiendo lo de la enfermera, tampoco me incomoda el chaval recién salido del MIR que intenta alargarme la vida. Además ,como viene cada dos horas se lleva más ameno. Pero no llego a comprender quiénes son esos tres hombres con cara de pergamino que miran nerviosos.
Algún hijo mío no ha llegado a despedirse, mas no les culpo. Les he querido con pasión y ellos me han devuelto un gracias orgulloso y lleno de grados y honores. Han recibido una educación adecuada y nunca les ha faltado comida o ropa.
 Mi mujer no está. No la he buscado. Ella me está esperando con una sonrisa en la sala de al lado, en la que sólo entran los valientes. Espero que el alzheimer que se le llevó le permita recibirme con un abrazo y un beso. Fuimos felices. Y no, nunca se lo conté. Estoy haciendo mi maleta al más allá y es mi última llamada, la maleta va vacía, bueno, hay un secreto…
“Nunca pensé que el que iba a ser el mejor verano de mi vida fuera tan caluroso. Recuerdo que los termómetros ardían y las ropas escaseaban proporcionalmente. Unos chavales llenos de hormonas como éramos, llegábamos aquella isla poblada de diosas adolescentes  que paseaban bikinis y minifaldas al ritmo de ray-ban y chanclas. Los estudios nos habían dado una tregua pactada. Iros, disfrutar un mes si podéis, porque a la vuelta os machacaremos sin piedad en septiembre. Ese era el trato, e íbamos a cumplirlo.
No era la primera vez que salíamos de casa por unos días, pero sí era el estreno de una semana con playa y apartamento en toda regla. Recuerdo nítidamente la imagen de los cinco: recuerdo a Miguel, pelo rizado y moreno, ojos azules y fibroso. En el grupo era conocido como el borrachín de la panda. Había también un rubio, bajito, su nombre era Iván y su vida, una juerga constante. Siempre comentábamos que podía animar un funeral con un karaoke, y que además (esto era lo mejor de todo) los familiares no se molestarían, darían palmas y reirían. No menos importante era Paco, seguramente el que menos luces tenía, pero el más fuerte y noble. Podías haberle contado que habías robado un Picasso y pedirle discreción, lo iba a creer y no delatarte. Para completar el grupo, Lucas, el sevillano, gracioso y alegre como tal. Yo hacía el número cinco.
Las dos primeras noches pasaron a formar parte de mi memoria como unas lagunas llenas de alcohol, chicas y discotecas. Aunque suene a tópico, fue así. Las horas que no pasaban muertas tirados en la playa, eran consumidas de noche con exceso de djs y flyers. Recorrimos kilómetros de pista de baile e ingerimos litros de alcohol. Cerveza, rón, vodka, se mezclaron con Paula, Alejandra, Noelia, Marina, etc.
El tercer día fue un 7 de agosto y cambió el rumbo de nuestra vida. Cada minuto de ese día quedó estancado en nuestras retinas. Al salir del apartamento y girar la llave, ninguno de los cinco pensó que sería la última. Al llegar a la playa, a pocos metros del apartamento y dejar la toalla sobre la arena, ninguno supo que no volveríamos a una playa nunca más. Si lo hubiéramos sabido, hubiéramos disfrutado de cada brisa, habríamos oído el mar y hubiéramos rezado.
Recuerdo a Iván dando un salto y despertarnos a todos de nuestra resaca, “que de coña, ¿habéis visto en ese muelle esos ferrys?” “¿esos no son los de paseo y bebida gratis?”. Seguramente la bebida gratis nos accionó, o quizás los gritos juveniles provenientes del muelle, pero allá fuimos raudos como el viento. La tarifa eran 15 euros por persona y el tipo de la puerta no tenía un incisivo. Detalles prescindibles sin duda.
Una vez Paco nos ayudó a embarcar por aquella pasarela, el barco comenzó a alejarse del muelle. Mientras nos dirigíamos a echar un vistazo al ambiente nos dimos cuenta que éramos los únicos pasajeros. “ Me cago en tu padre quillo” acertó decir el sevillano, “ ¿¿dónde estáis nenas??” La realidad se hacía patente, en el tour de dos horas por la costa no íbamos a ver un par de piernas bonitas.
“A ver señores, la barra libre está abierta” exclamó una voz por megafonía. “ Sírvanse”.  En un segundo nos plantamos en la barra del pequeño ferry que estaba completamente vacía. Al comprobar que nadie iba a servirnos, cada uno se sirvió una copa, bueno o dos, fueron cinco cada uno y alguno repitió. El barco se alejaba de la costa. Mucho.
Un ruido seco y certero paró nuestros chascarrillos y mofas. Mientras subíamos las escalerillas hacia el timón ninguno presagió un final feliz. Una pistola aún humeante y un cuerpo flotando en el mar nos hizo chocar contra una realidad brutal; el capitán había abandonado el barco y no de la mejor manera posible. Imposible comunicarse desde el puesto de mando, pues el capitán había cortado todo modo de comunicación.
Pasaron días y semanas a la deriva y no veíamos atisbo de vida. Las reservas de comida se habían agotado y sólo el alcohol racionado nos daba algunos minutos de evasión. Iván no sólo había perdido su carácter alegre, creíamos que había perdido también el norte. A menudo mencionaba que, el capitán suicidado, venía en sueños a decirle que sólo encontraríamos la salvación si uno del grupo moría. No le tomamos en serio hasta que un día bajo las escalerillas con la pistola del capitán, su paso era tambaleante y su mirada perdida. El alcohol ingerido era evidente. Apuntó a cada uno de nosotros con el cañón bien alto y el gatillo en su índice. Creí que era nuestro fin y me equivoqué. Su muerte supuso un alivio para todos pero algo quedó manchado ese día.
Después dos días más a la deriva, el sueño de Iván se hizo realidad, un barco pesquero nos encontró a 200 millas de la costa. No fue difícil explicar que el capitán murió de causas naturales y que lo echamos a la mar. Resulto creíble que  Iván había luchado hasta el final contra una infección a la que no pudo derrotar, sumado a la falta de antibióticos y  nula alimentación.
No volvimos a saber unos de los otros. Nuestro secreto quedó guardado bajo llave con un pacto no hablado y sellado con nuestra vida. Fue una historia de supervivencia que dos muertes sin sentido empañaron. Una historia que dormirá para siempre conmigo…”
Esos  tres hombres con cara de pergamino abandonaron aliviados la habitación tras mi muerte. Paco, Miguel y Lucas recogieron su abrigo, se santigüaron y se llevaron su secreto lejos de aquel hospital.

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