Islandia no debería dejarnos pasar. O al menos, pensarlo mucho. Aislarse en sus 103.000 km2 y cuidar esas tierras bendecidas por los dioses vikingos, y proteger su situación estratégica en la corriente del Golfo, que hace de su territorio habitable a pesar de su latitud.
Y digo esto
porque de unos años atrás el turismo ha pasado a ser un verdadero problema para
la vida de esta isla, que se sitúa entre Europa y Groenlandia.
El número de
visitantes, que ha crecido de una manera exponencial en los últimos años, les
ha pillado por sorpresa. Han pasado de no cruzarse dos coches de frente en
kilómetros de carretera, a grandes buses cargados de turistas que bajan con sus
cámaras a apabullar la fauna y la flora de la isla.
Sus
aproximadamente 350.000 habitantes se sitúan principalmente (80%) en la capital
Reikiavik, ciudad moderna y cosmopolita, con un gran ambiente y lleno de
restaurantes y comercios.
Esta república
parlamentaria, visitada a lo largo de los siglos por exploradores griegos,
vikingos, europeos, viajes relatados en sus famosas “sagas”, es uno de los
países que más sufrió la irresponsabilidad política. En 2008, el sistema sufrió
una fuerte contracción económica y la población se rebeló y llevó al
encausamiento del anterior primer ministro de Islandia, Geir Haarde, llegando a
la redacción de una nueva Constitución. Actualmente, ocupan el puesto 108
mundial en cuanto a PIB nominal con una renta per cápita de 63.000US$.
Pasar una noche
en algunas de sus granjas aisladas de todo puede costarte mínimo 160 euros
noche, aunque siempre se puede compartir habitación y/o baño, abaratando algo
más el precio.
Comer también
puede llegar a ser caro y la opción del pescado es siempre un acierto, pues es
de gran calidad y fresco. Es típica su sopa de langosta, el yogur skyr, su
cordero y su pan cocido bajo tierra, Rúgbrauo.
Aunque el idioma
oficial es el islandés, el inglés es hablado bien y con frecuencia. De hecho los
canales británicos son los que se ven en la televisión.
Los padres
colocan a sus hijos el nombre paterno como apellido de ahí que todos los
nombres acaben en -sson, siendo el primer nombre la parte original del
individuo. Siendo tan pocos habitantes y con esta manera complicada de entender
la genealogía de las familias, es normal que cuente con el Íslendingabók, una
base de datos para no emparejarse con familiares.
Tras su
independencia de Dinamarca en el siglo XX, su economía se desarrolló de manera
exponencial y pasaron de la economía y la pesca como actividad fundamental a
una economía de mercado, manteniendo un estado de bienestar, con impuestos
bajos comparados con los salarios y con asistencia sanitaria universal.
En los últimos
años el turismo ha pasado a ser una fuente de ingresos importante para el país,
adaptándose muchas granjas a hoteles con encantos que se pierden entre sus
paisajes.
Decía el otro día
a un buen amigo, viajero e interesado por otras culturas, que ir a Islandia es
como embarcarse en un cohete espacial y aterrizar en otro planeta.
Un planeta con
enormes hectáreas de extensión de
diferentes texturas y sabores. Fruto de su gran actividad volcánica y geológica,
la variedad del paisaje se reparte entre playas volcánicas de arena negra,
grandes cascadas que van a dar al mar, con glaciares enormes de hielo, como el
Jökursalun o el menos conocido pero espectacular Fjallsarlon, que bajan de
montañas de todo tipo: voluptuosas, picudas, en cadena, aisladas, verdes,
marrones y negras.
Con géiseres
saliendo de la tierra con humo blanco y volcanes enormes que dejan aguas
termales, como el baño que se dio un servidor en la ladera del
Eyjafjallajökull, volcán que en 2010 nubló a todo el cielo europeo por sus
cenizas.
Sus vistas son innumerables,
desde los acantilados de Vik, hasta la zona del primer Parlamento en el mundo
que divide las placas tectónicas de Europa y América, en el parque nacional de Thingvellir,
que forma, junto a la cascada de Gullfoss y a Geysir, el conocido como Círculo
Dorado.
La recomendación
personal es al menos estar una semana y recorrer entera la Hringvegur, la
principal vía terrestre que recorre la isla, con 1337 km de largo y un carril por cada
dirección. Y dentro de la maravilla que es el paisaje, se hace difícil no quitar
la vista de la carretera. Es habitual irse parando para hacerse fotos y
disfrutar desde las vistas a las cascadas que salen de las montañas, o de los
simpáticos caballos de pelo de anuncio. También las míticas ovejas son un
reclamo de orgullo. Más del doble de ovejas que de personas.
El islandés medio
no es especialmente simpático, pero no te van a engañar, se muestran tal como
son y tratan bien al extraño. La religión del Estado es el luteranismo y sus
tradiciones son claramente nórdicas y escandinavas. La pasión por las leyendas
de trolls y la mitología se mezcla con el paisaje.
La isla ofrece un
amplio abanico de posibilidades, desde andar por los glaciares, rutas de
senderismo o ir a ver las ballenas cogiendo un barco en el norte de la isla
puede ser un plan para un amante de la naturaleza. El norte de la isla es menos
concurrido pero lleno de rincones apetecibles.
En todas las
tiendas de la capital, se venden recuerdos entre los que me hizo especialmente
gracia una camiseta que rezaba “waiting the world cup since 1947”, y es que se
muestran orgullosos de la participación de su selección en el Mundial de Rusia.
Esta isla ha sido
quizás el sitio más alucinante en el que ha estado este humilde viajero. No
dudaría en volver de nuevo para hacer otras cientos de rutas por su naturaleza
salvaje.
Y esperemos que
los islandeses nunca dejen que el turismo acabe con su isla.