viernes, 22 de junio de 2018

Islandia no debería dejarnos pasar. Crónica de un viaje a otro planeta.


 Islandia no debería dejarnos pasar. O al menos, pensarlo mucho. Aislarse en sus 103.000 km2 y cuidar esas tierras bendecidas por los dioses vikingos, y proteger su situación estratégica en la corriente del Golfo, que hace de su territorio habitable a pesar de su latitud.
Y digo esto porque de unos años atrás el turismo ha pasado a ser un verdadero problema para la vida de esta isla, que se sitúa entre Europa y Groenlandia.
El número de visitantes, que ha crecido de una manera exponencial en los últimos años, les ha pillado por sorpresa. Han pasado de no cruzarse dos coches de frente en kilómetros de carretera, a grandes buses cargados de turistas que bajan con sus cámaras a apabullar la fauna y la flora de la isla.
Sus aproximadamente 350.000 habitantes se sitúan principalmente (80%) en la capital Reikiavik, ciudad moderna y cosmopolita, con un gran ambiente y lleno de restaurantes y comercios.
Esta república parlamentaria, visitada a lo largo de los siglos por exploradores griegos, vikingos, europeos, viajes relatados en sus famosas “sagas”, es uno de los países que más sufrió la irresponsabilidad política. En 2008, el sistema sufrió una fuerte contracción económica y la población se rebeló y llevó al encausamiento del anterior primer ministro de Islandia, Geir Haarde, llegando a la redacción de una nueva Constitución. Actualmente, ocupan el puesto 108 mundial en cuanto a PIB nominal con una renta per cápita de 63.000US$.

 Ir a visitar la isla es algo caro, los billetes pueden costarte entre 200-600 euros dependiendo de la temporada. En los meses de verano, donde no se hace de noche durante muchas semanas, es la temporada alta, donde los precios se disparan, siendo la temperatura  más agradable, pero con el inconveniente de no poder  ver las conocidas auroras boreales.
Pasar una noche en algunas de sus granjas aisladas de todo puede costarte mínimo 160 euros noche, aunque siempre se puede compartir habitación y/o baño, abaratando algo más el precio.
Comer también puede llegar a ser caro y la opción del pescado es siempre un acierto, pues es de gran calidad y fresco. Es típica su sopa de langosta, el yogur skyr, su cordero y su pan cocido bajo tierra, Rúgbrauo.
Aunque el idioma oficial es el islandés, el inglés es hablado bien y con frecuencia. De hecho los canales británicos son los que se ven en la televisión.
Los padres colocan a sus hijos el nombre paterno como apellido de ahí que todos los nombres acaben en -sson, siendo el primer nombre la parte original del individuo. Siendo tan pocos habitantes y con esta manera complicada de entender la genealogía de las familias, es normal que cuente con el Íslendingabók, una base de datos para no emparejarse con familiares.
Tras su independencia de Dinamarca en el siglo XX, su economía se desarrolló de manera exponencial y pasaron de la economía y la pesca como actividad fundamental a una economía de mercado, manteniendo un estado de bienestar, con impuestos bajos comparados con los salarios y con asistencia sanitaria universal.
En los últimos años el turismo ha pasado a ser una fuente de ingresos importante para el país, adaptándose muchas granjas a hoteles con encantos que se pierden entre sus paisajes.
Decía el otro día a un buen amigo, viajero e interesado por otras culturas, que ir a Islandia es como embarcarse en un cohete espacial y aterrizar en otro planeta.

Un planeta con enormes hectáreas de extensión  de diferentes texturas y sabores. Fruto de su gran actividad volcánica y geológica, la variedad del paisaje se reparte entre playas volcánicas de arena negra, grandes cascadas que van a dar al mar, con glaciares enormes de hielo, como el Jökursalun o el menos conocido pero espectacular Fjallsarlon, que bajan de montañas de todo tipo: voluptuosas, picudas, en cadena, aisladas, verdes, marrones y negras.
Con géiseres saliendo de la tierra con humo blanco y volcanes enormes que dejan aguas termales, como el baño que se dio un servidor en la ladera del Eyjafjallajökull, volcán que en 2010 nubló a todo el cielo europeo por sus cenizas.
Sus vistas son innumerables, desde los acantilados de Vik, hasta la zona del primer Parlamento en el mundo que divide las placas tectónicas de Europa y América, en el parque nacional de Thingvellir, que forma, junto a la cascada de Gullfoss y a Geysir, el conocido como Círculo Dorado.
La recomendación personal es al menos estar una semana y recorrer entera la Hringvegur, la principal vía terrestre que recorre la isla, con  1337 km de largo y un carril por cada dirección. Y dentro de la maravilla que es el paisaje, se hace difícil no quitar la vista de la carretera. Es habitual irse parando para hacerse fotos y disfrutar desde las vistas a las cascadas que salen de las montañas, o de los simpáticos caballos de pelo de anuncio. También las míticas ovejas son un reclamo de orgullo. Más del doble de ovejas que de personas.
El islandés medio no es especialmente simpático, pero no te van a engañar, se muestran tal como son y tratan bien al extraño. La religión del Estado es el luteranismo y sus tradiciones son claramente nórdicas y escandinavas. La pasión por las leyendas de trolls y la mitología se mezcla con el paisaje.
La isla ofrece un amplio abanico de posibilidades, desde andar por los glaciares, rutas de senderismo o ir a ver las ballenas cogiendo un barco en el norte de la isla puede ser un plan para un amante de la naturaleza. El norte de la isla es menos concurrido pero lleno de rincones apetecibles.
En todas las tiendas de la capital, se venden recuerdos entre los que me hizo especialmente gracia una camiseta que rezaba “waiting the world cup since 1947”, y es que se muestran orgullosos de la participación de su selección en el Mundial de Rusia.
Esta isla ha sido quizás el sitio más alucinante en el que ha estado este humilde viajero. No dudaría en volver de nuevo para hacer otras cientos de rutas por su naturaleza salvaje.
Y esperemos que los islandeses nunca dejen que el turismo acabe con su isla.